La sonrisa del máster.
Al José Barrera lo conozco desde el 2015. En ese año me enseñó a volar. A cambio he intentado enseñarle a vivir -mal- pero su religión no se lo permite.
Relajado. Molestoso. Emprendedor. Buen padre. De sus defectos no hablaré porque me quedo sin espacio.
Pero hay algo que nadie más ha visto. Estoy seguro: esa sonrisa. Como maligna. Como incompleta. Como eterna. Como si acabara de hacer algo muy muy malo, pero divertido. Sonrisa ingenua a veces. Nerviosa a veces. Pero infaltable cuando está de vuelo.
Es una sonrisa inquebrantable. De esas que te salen sólo y únicamente cuando estás guindado de un trapito imporoso, unas líneas indoblegables, un sillita de madera revestida de neopreno. Sólo, de infinita soledad a más de tres mil metros sobre el nivel del mar.
Esa sonrisa que parece que derrama jolgorio sobre el viento que corre detrás del borde de fuga. Es una sonrisa de quien descubrió la eterna juventud, la alegría suprema, la dicha desbordante. De quien testificó que se puede ser feliz volando.
Sonrisa que no se borra ni con la más violenta sacudida de la turbulencia. Ni con la temida pinchada en plena competencia.
La sonrisa del máster se me ha quedado impregnada cuando él viene y yo voy. Cuando él gira y yo salgo en transición. Una sonrisa como la que un bribón suelta tras robarle los huevos al águila.
La última vez que vi esa sonrisa fue en su más reciente vuelo épico el sábado 13 de marzo: un cruce por Cuenca desde el voladero de Barabón (3.600 msnm) hasta Challuabamba, al norte de la ciudad. Son apenas 23 kilómetros, pero en su mayoría sobre un mar de tejados, sobre una cortina de cables de alta tensión, sobre más de medio millón de cabezas distraídas.
Él había soñado ese cruce y lo comentaba cada vez que regresábamos de Paute, pero su plan era hacerlo en sentido contrario. “Miiire ese caminito de nubes, chuuuchaaa…”, decía y la dibujaba con sus dientes incompletos.
Aquel sábado volamos juntos hasta el punto de no retorno. Y la profecía que, sospechamos, pesa sobre Barabón, impidió que el cruce lo hagamos juntos: por prudencia regresé al aterrizaje oficial y él emprendió hacia el solitario cielo reservado solo para los más valientes del gallinero. Hasta ahora los apus del lugar tienen autorizados cruces individuales: nunca más de una vela. Así, Barrera Marquina José Felix, fue el más feliz de los voladores locales: constató que los sueños pueden volverse realidad. Dejó elevada, mas no imposible, la vara del reto: cross hacia el norte.
Ahora tendrá una razón más para no borrar esa sonrisa incompleta. Como maligna. Como eterna. Como si acabara de hacer algo muy muy malo, pero divertido. Sonrisa ingenua a veces. Nerviosa a veces. Pero infaltable cuando está de vuelo.
Por: Ricardo Tello.