Por Ricardo Tello

Apenas entrados los años 80 (de cuando en Cuenca no se sabía de operaciones nocturnas de los aviones comerciales; ni tampoco se había construido la Circunvalación Sur y el tren a vapor pitaba todas las madrugadas antes de salir desde Gapal para Sibambe) entre un grupo de intrépidos aventureros se empezó a hablar de la posibilidad de realizar, en vivo y en directo, el sueño de Dédalo y su hijo Ícaro: volar como las aves.

Ya en Quito, guiados por emprendedores como Lenin Torres, los recién autodenominados “aladeltistas” surcaban los cielos de los valles circundantes con coloridas velas de factura norteamericana. Y buscaban expandir el deporte. Y Cuenca fue terreno fértil.

Para esa época yo batallaba con la enseñanza de los salesianos y mi poca disciplina. Los fines de semana empezaban a dejar de ser aburridos porque acompañaba a mi padre a su nueva etapa de hombre pájaro.

Resultaba muy divertido cargar esos pesados fardos, esa larguísima funda impermeable con un banderín rojo en un extremo, esos sueños de poder despegar los pies de la tierra. Resultaba muy sanador descubrir que los cerros circundantes de la ciudad servían como pistas de despegue. Que aquella cofradía de misteriosos hombres alados conformaba un grupo sólido, confidente, leal para cada sábado y domingo salir a buscar el cielo, el viento y el vuelo.

Los primeros pilotos de altura fueron los hermanos Edmundo y Patricio Jaramillo, Marcelo Calderón y Jaime Palacios. De ellos, en la actualidad solo uno nos acompaña en tierra, mientras que una gama de seguidores de todas las edades, de todas las condiciones y de todos los sueños batalló para mantener el vuelo libre entre los cultores del Azuay.

Así mismo nació el primer club de pilotos de alas delta del Azuay: El Club Águilas. Aunque nunca pertenecí al club, lo acompañaba a todos lados: a las clases de iniciación en Cumbe, Tarqui o Yunguilla; a los vuelos – uno de ellos nocturno – en Rayo Loma, en Gapal; o la pos intrépidos vuelos en Barabón, donde se realizó el tercer campeonato nacional de precisión allá por el año 1985.

Las Águilas habían despegado sus alas. Y se ganaron el respeto de sus cófrades de todo el país. Lo demostraban cuando volaban desde las antenas del Pichincha; en las competencias internacionales en Arica, Chile. O en los vuelos épicos cuando se cruzaban desde Barabón hasta el aeropuerto local, o hasta Challuabamba; recorridos de cros que nos emocionaban hasta las lágrimas.

Pero las Águilas migraron.

Algunos colgaron las alas. Otros volaron hasta el cielo. Muchos se sintieron solos, aunque se acompañaban entre ellos. Hacía falta el vuelo.

Lo último que supe del club fue su disolución. Las anécdotas, los recuerdos, lo vivido seguirá en la retina de quienes fuimos testigos de cómo les salieron plumas de águilas a un puñado de aventureros. Y por eso mismo no perdemos la esperanza de que las Águilas mantengan su vuelo con nueva tecnología y la misma pasión.

Que el vuelo, el viento y el batir de plumas nos convoque y nos reencuentre en algún punto del cielo que nos rodea. Que las Águilas retornen. Y el vuelo siga, hacia el infinito.